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La Academia [Gringa] de las Artes y las Ciencias Cinematográficas, más hip que nunca, premió a Birdman por sobre todas las cosas; lo cual, por alguna estupidez común del gregarismo paisano, le vino bien a casi todo el país, incluida la élite intelectual mexicana, periodistas y escritores, pero que a nosotros nos obliga a cuestionarnos sobre la significación del filme de Iñárritu. ¿Por qué Birdman y no American Sniper? ¿Por qué Birdman y no Selma? ¿Por qué no otra película que elogiara explícitamente la historia gringa, el patriotismo gringo, la buena moral [cristiana]; en suma, los valores gringos? Son varias las razones que me gustaría comentar aquí con la profundidad que se merecen, pero no lo haré por motivos de prisa personal. Una de estas razones es que ya no existe algo así como “valores gringos”; han muerto, ahora sólo vale lo que aumenta el placer personal, y eso es algo muy mutante como para ser referido como un Valor (con esa letra mayúscula que esencializa a la palabra que la usa). La historia, el patriotismo, el cristianismo, ¿acaso importan a la sociedad actual? Sólo a un sector cada vez menor; y es por esto que ya no se puede recurrir a estos valores para coadyuvar eficientemente, de una manera u otra, al control moral de la sociedad actual (que es el obvio fin de la hegemonía hollywoodense). Ahora entremos al tema: ¿Por qué Birdman sí? Todo es cosa de acomodamientos a estados cambiantes del mundo. Si el dominio cultural (esto es, la hegemonía) antes se ejercía reforzando los valores arcaicos por los cuales se mantenían las relaciones de poder, ahora en el mundo libre [de valores], líquido y tambaleante, de lo que se trata es de desecharlos todos y hurgar en el centro del valor de la sociedad actual, para que, una vez aislado, pueda empaquetarse y venderse con la firma distintiva de la marca “Academy Awards”. El mensaje nos pedía un análisis, y ahora el medio que nos entrega ese mensaje nos pide otro. Que la marca de los Óscares haya usado a Birdman, que la haya comprado –como el pez grande cuando devora al pez chico–, ha servido para ponerle el acento final a película tan polisémica, tan abierta a la interpretación (incluso no hay nada mejor para la hegemonía de nuestros tiempos que ponerle esos acentos sutiles a lo que es en apariencia tan libre, tan abierto y tan artístico), y de esa manera cerrarla de manera definitiva con fines políticamente conservadores. Ya no es racional, para la cultura politiquera actual en Hollywood, continuar con la tradición de las ideologías fílmicas y las moralejas cinematográficas; ya nadie cree en eso, y lo que no se cree no sólo no vende sino que tampoco sirve para controlar nada –la desgastada frase de la “muerte de las ideologías” no es sólo un cliché en filosofía, es una realidad. Pero esto no significa que no tengamos creencias y valores; al contrario, la idea de “La muerte de la creencia y de los valores” sólo significa que lo que se cree y lo que vale sólo se ha hecho más oscuro para nosotros, más siniestro y oculto. Es labor de los cineastas sacarlo la luz, labor de los filósofos explicarlo con conceptos (para orientar correctamente lo sacado a la luz), y labor de los “políticos” empaquetarlo y venderlo (para orientar negativamente lo sacado a la luz). Iñárritu hizo su trabajo con Birdman, y sobre ese trabajo la politiquería ha hecho el suyo; ahora sigue a la filosofía poner manos a la obra. Haré aquí otra lectura de Birdman, la connotada por la premiación del día de ayer, o la versión definitiva para la historia, esa que seguramente Iñárritu ignoraba a la hora de escribirla y de la que, tarde o temprano, se habrá de lamentar (a menos que la gloria del Óscar le enceguezca de manera definitiva). En esta versión, Birdman es el elogio más sutil y más pesimista –vean qué contradictorio es esto– del optimismo más burgués y más obeso que puede existir. Lo que oscila en toda la película, oscilación caótica, hermenéutica, poco clara y por eso maravillosamente peligrosa, es la idea de que la trascendencia es, o posible y positiva (es la idea que tiene Riggan), o imposible y negativa (es la idea que tiene la hija de Riggan). Ese es el valor de filme que baja y sube (aunque más que nada baja y baja y baja) hasta hallar un “clímax” en la parte final cuando la hija de Riggan le ve volar por los aires con una tétrica cara de felicidad. Todo es tan ambiguo y tan simbólico que el público se queda en una incertidumbre acerca de qué valor se ha afirmado, si el que defendía la hija de Riggan (pesimismo) o el que defendía el propio Riggan (optimismo)… La pregunta ahora es: ¿qué valor está en consonancia con la máquina hegemónica global que es Hollywood? ¿Qué es lo que está comprando la Academia al premiar a Birdman como Mejor película? Sobre todo, un último acento, el optimista. La extraña felicidad con que la hija ve a Riggan volar debe significar que la trascendencia es posible y positiva…, pero no en el mejor de los sentidos. Esta idea puede tomar matices perversos, sobre todo considerando el contexto de la película, que bien puede reforzar la creencia según la cual es posible una completa y absoluta victoria sobre el fracaso, y alcanzar la trascendencia con base en (auto)explotaciones masoquistas –que es lo que de hecho hace hasta el cansancio la sociedad trabajadora estadounidense. Repito: esta no es la única lectura que puede hacerse sobre tan buena película (yo mismo he hecho una interpretación que alude solamente al proceso creador desde la perspectiva nietszcheana), pero sí debe ser la lectura por la que la Academia no ha tenido ningún problema en premiar y, desde luego, en capitalizar hegemónicamente. El lado oscuro de Birdman parece acomodarse a esta idea del mundo libre que parece defender los valores obesos del gringo promedio: cada vez más inseguro, más oscuro, más desorientado, más esquizoide y más suicida, todavía tiene la esperanza de que llegará a volar con sus propias alas, de que será visto, de que alcanzará el reconocimiento pleno. ¿No sería más fácil si, como los budistas, abrazara el fracaso y dejara de soñar en ese súpermundo -cual Cielo para posmodernos- en que se ha convertido el Reconocimiento humano? ¿No sería mejor dejar de soñar en la Trascendencia y comenzar a hacer de este mundo un espacio de reconocimiento? Lastimosamente, este súpervalor posmoderno ha sido engendrado por este mundo capitalista que, en vez de darnos una sociedad del bienestar (como estaba prometido) nos ha dejado una sociedad del desprecio y del cansancio. No hay necesidad de volar si se puede ser feliz en la tierra.

Así, vista desde el lado prescriptivo, que es ahora la versión oficial –pues la Academia, sobre todo, enseña qué hacer, adoctrina, norma la moral (y de allí su autoridad académica)–, parece una apología de una moral terrible que acosa a la actualidad. Pero vista desde el lado meramente descriptivo, Birdman pasaría a ser un retrato de nuestra sociedad demacrada por estos valores y creencias que subyacen en todas nuestras acciones naturales de desprecio y búsqueda del reconocimiento; en este sentido, Birdman es una crítica. Pero como dije antes, los motivos se desvían, los significados se pervierten, y al final la actualidad debe construirse (para bien o para mal). Esperemos que, en este caso, sea para bien... (Otra vez esa puta esperanza… Que Dios se apiade de nosotros…)


Otra película contra el Imperio Estadounidense (pero esta vez va en serio)… Creada por auténticos posanarquistas y futuros ciudadanos de Guantánamo, Citizenfour es quizá uno de los trabajos periodísticos que ha requerido más testículos en la historia del Cinéma vérité. La Historia –sí, con hache mayúscula– transcurre afuera del radar imperial, bajo mensajes encriptados y hoteles ocultos de Hong Kong, y es una observación detallada del nacimiento de uno de los más grandes héroes, soplones y traidores de nuestros tiempos líquidos y democráticos: Edward Snowden. Cual Espartaco de la actualidad, Snowden es el protagonista de esta épica moderna enmarcada en el contexto de la Ciberguerra y el Panóptico digital. Sólo que aquí nada está prefijado, no es un guión de ficción. El arco del protagonista sigue abierto; Guantánamo queda como opción para todos, periodistas y hackers, revolucionarios y fotógrafos. La traición al puerco se paga cara. (Pero el puerco de hoy es el tocino de mañana, dice HST.) El ojo detrás de cámara es Laura Poitras, directora de cine con un trabajo multipremiado, genio recipiente de la beca MacArthur y reconocida crítica de los Estados Unidos post-9/11. Como puro periodismo gonzo pero llevado al límite de las fuerzas políticas –o como misión suicida, inclusive–, Poitras se reúne con Snowden para hacer una historia sobre ellos mismos haciendo Historia. Suena exagerado, pero es así. Con Poitras como observadora, Snowden es entrevistado momentos antes y después de revelar al público internacional información clasificada de la Agencia de Seguridad Nacional (ASN), la cual había recopilado durante los años en que trabajó allí como ingeniero y administrador en sistemas, y en la que se hallan planes de vigilancia global mediante programas que espían sitios comunes de Internet (Facebook, Google y Yahoo), así como otros programas que localizan y restauran datos de teléfonos móviles (de Verizon, sobre todo). Planes secretos de espionaje internacional, el Individuo frente al Estado, paranoia y terror, templanza e inteligencia, desde Hawaii hasta Hong Kong, y de Hong Kong a Moscú: eso es Citizenfour, básicamente. Y no es ningún spoiler. Es historia vieja, de hecho; nada que no se hubiera visto hace un par de años en todos los periódicos del mundo. Pero una cosa es leerlo como nota y otra verlo en tiempo real, co-vivirlo. Poitras hace una obra de arte de un fragmento de la Historia que merece mucho más que la atención; merece la experimentación vívida. Sólo así uno puede comprender la humanidad de Snowden, sus deseos y miedos, sus tácticas y movimientos, e incluso sus amores perdidos. Citizenfour es una crónica visceral de una revolución vigente. También es excelente cine. Pero más allá del cine, Citizenfour debe ser leído -aparte de como una crónica de las batallas contra la súpervigilancia del Imperio Global- como un tratado de moral política actual. Snowden no se muestra como un revolucionario con boina y un plan perfecto para cambiar el mundo; sólo es alguien que sabe decir que NO. Aunque parezca débil a unas pocas mentes retrógradas, hay gran sabiduría en el acto de negar el consentimiento a las autoridades que poco a poco se van haciendo del control absoluto de la vida. No se necesita más. Quien pueda hacer en su situación algo que siga una razón democrática específica, que lo haga, y que no se deje llevar por la comodidad o la intimidación; que sepa agarrarse a putazos con quien no debe, aunque sea él solo. Mientras pueda hacerlo, debe hacerlo. Esa es la nueva máxima moral política para el revolucionario tardomoderno, ya cansado de las promesas de unificación social pero también harto de su propia vida desunida. Esto es algo que puede hacer, y que debe hacer en orden de salvarse: acción concreta en el lugar correcto; lo Único diversificándose en todos los frentes; periferia desorganizada pero constante y consciente. “Mil pinchazos de agujas matan tan certeramente como un solo golpe de concreto.” Esto es cierto y útil. Aunque también es cierto y útil para el Estado, el cual maneja ambas técnicas de trituración... Como dije al principio, todo es pago de la traición… ¿Pero de qué se siente traicionado el puerco? No es tanto una traición a sus principios de proteger la información de la ASN, sino una traición al proyecto del Imperio Global. Y no quiero que se entienda aquí ese imperialismo del que cantaba Chávez todas las mañanas, sino el proyecto de Imperio que, aunque comenzó en Estados Unidos, se prolongó hacia todos los demás estados-nación, a veces incluso a expensas de los Estados Unidos. (No por nada, hacia el final de la película –y no seré preciso por amor a ustedes–, queda muy clara la participación secreta de otras naciones en el súperproyecto gringo de vigilancia global.) De lo que se siente traicionado el puerco es de su intento por volver a hacer sólidos los tiempos. Esa libertad ganada por la revolución tecnológica –que han sabido aprovechar las [desorientadas pero libres] masas ciudadanas– se tradujo en libertad perdida para el puerco promedio. Véase esto en cualquier país con aspiraciones primermundistas (ese Primer mundo real, no ideal), incluido el México del Pacto con el Diablo reformista. De lo que se trata para las clases políticas es de recobrar esa libertad perdida; volver a la era de Gutenberg de las buenas prácticas políticas –“buenas” por “bien ejecutadas”– en la que el mensaje del medio era el eco resonante de los centros, y todo era fácil de administrar, tiempos de periferias sin Quinto poder, y mundo donde la pobreza y la muerte se regalaban de manera ordenada y pacífica, y el puerco corría libre... ¿Pero qué mierda estoy haciendo, escribiendo todo esto por aquí? No debería. Pero muchas veces debemos hacer las cosas que no deberíamos (piénsese que el sinsentido de esa frase no se compara con el sinsentido del Deber imperial). De Citizenfour puede extraerse un miedo, sí, pero también un coraje que empuja a un heroísmo líquido –débil, múltiple y negativo– que no consiste en hacer gran cosa pero sí en hablar mucho y quedarse en casa acostado esperando un arresto imaginario... Al final, es más paranoia que otra cosa... Ni que fuera Snowden... (Aunque el punto es intentar serlo, ¿por qué no? Lo más que se pueda, si se puede...)


Luego de ver Idioterne de Lars von Trier con el detenimiento debido, he llegado a la más que consecuente conclusión de que el director danés no es otra cosa que un idiota cinematográfico, o mejor dicho, un creador idiota. Y que quede bien claro que estoy siendo lo contrario a peyorativo. Lars von Trier no hace cine babeando a la manera de Michael Bay; no es un idiota en el sentido usual de la palabra, sino en el sentido que él mismo discute y explora en su Dogma #2. (Idiota en el buen sentido, pues.)


Lo que Lars von Trier quiere es un cine auténticamente libre; una creación cinematográfica auténtica. Y para él no hay otra forma de llegar a ello sino mediante la suspensión de la razón, o, por decirlo de otra manera, la destrucción de los grandes valores que nos atan y que, a menos que los rompamos, no dejarán que se manifieste la auténtica libertad que caracteriza al espíritu creador. Así, al igual que sus personajes idiotas -aunque más valiente, pues él lo vive realmente detrás de la cámara-, Lars von Trier practica una idiotez metódica cuyo fin no es la mera destrucción de la razón sino el encuentro o desentierro del valor superador de la razón, que es el de la creación libre y pura. Lo que encuentra es Idioterne.


Fondo y forma, Lars von Trier habla de este proceso a la vez que lo realiza. Cuando se decide por grabar sin ningún tipo de efecto o recurso tecnológico, es un idiota; cuando se decide por no mezclar sonidos sino empecinarse dogmáticamente en el recurso diegético, es un idiota; cuando no permite la creación de sets ni la implementación de luces artificiales, es un idiota. Pero, ¿qué sale de todo ello? Una obra repleta de espacios reales y sinceros, actuaciones que dan vida a personajes que no necesitan nada más que sí mismos para brillar, situaciones originales y provocativas que dejan mudo a cualquier espectador. De lo idiota brota lo auténtico: eso demuestra Lars von Trier, tanto en la historia ficticia del film como en la historia real de su producción.


Pareciera que Idioterne es una película auto-referencial que trata sobre los propios principios metódicos que concibieron la película. Para decirlo todo, su tema es el propio movimiento Dogma 95; es una metáfora de su propia cultura creativa y transgresora. Pero, al mismo tiempo, es una especie de obra de arte infinito en el que el fondo está en la forma, como corresponde a todo arte, y que, a su vez, la forma está en el fondo. Creo que este sólo hecho es ya de una gran capacidad poética que no debe pasar desapercibida.

© 2015 by Cinéfiloenojado

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