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VEREDICTO: Una película tan escalofriante como tener que usar el transporte público porque se ponchó la llanta de tu BMW, papz. (5.5/10)


Hace menos de una semana se estrenó Nuevo Orden en México, y su director (Michel Franco) ya se ganó el vituperio unánime de sus paisanos, quienes han respondido con un enojo que Franco a lo mejor compararía con el de los alborotadores armados que, en el primer acto de su película, irrumpen en una ostentosa celebración de boda, cancelándolo por lo que dijo sobre el “racismo inverso” en un país como el nuestro. Yo, a diferencia de ciertos críticos libres y letrados, no creo que esta respuesta del público sea irracional o desproporcionada quizás en algún momento fue prejuiciosa, pero, ¿cómo no sospechar de esta película desde su presentación? Por sus recientes comentarios, pareciera que Franco ni siquiera está enterado de lo que la etiqueta “whitexican” designa, y aun así pretende hablar del significado de estar hasta la madre de la desigualdad económica en México. De lo único que logra hablar, sin embargo, es del significado de estar hasta la madre de que otros estén hasta la madre. De esto sí puede hablar (pues es lo que el autor conoce), y lo ha hecho pomposamente.


Creo que la manera más justa de discutir la reciente película de Franco es a partir de dos ejes: lo que pretende decir y lo que logra decir. La manera más justa, aunque no la más sencilla, pues, lejos de retratar con claridad la convulsión política que vive México actualmente, Nuevo Orden es ella misma convulsa: favorece en cada momento los estallidos de violencia en detrimento de una trama clara en la que progresivamente se vaya revelando el mensaje de la película. (En este sentido, Nuevo Orden pareciera típico cine de explotación haciéndose pasar por cine de autor). No es claro, pues, qué es lo que Franco quiere decir en Nuevo Orden; pero, a diferencia de una película de David Lynch, esto no le beneficia. La ambigüedad en el cine de comentario social o política es un crimen que, en el mejor de los casos, lo pagará sólo el autor con su reputación artística. En el peor de los casos, lo pagarán quienes actualmente pintan de verde las calles por razones más que legítimas y de manera no violenta.


Haciendo un esfuerzo de interpretación, podríamos intentar ser concesivos con Franco, y leer en Nuevo Orden algo como lo siguiente: “El frenesí de las masas revolucionarias es aprovechado por ciertas élites para escalar en el poder al instaurar una dictadura militar”. Sin duda hay algo de esto en la película. Pero, ¿de qué manera dirige Franco este mensaje? ¿Llega a entenderse como una crítica al oportunismo político de las grandes élites? Creo que no, y es en esto donde se confunde que el guion de Nuevo Orden sea pesimista con el que sea pésimo: Franco pretende mostrarnos un panorama distópico de México en el que la lucha social está subordinada a los intereses intocables de los grandes poderes (tanto institucionales como fácticos), pero poniendo todo el énfasis en la bestialización de las masas pobres que lo brutaliza todo en su descontento común. En efecto, lo que podemos palpar en Nuevo Orden no es tanto el abuso de poder de las grandes élites, ni su maquiavelismo fascista, sino la ira absurda de los marginados, su resentimiento, una rabia que se dirige (irrealmente) de abajo hacia arriba, en lugar de abajo hacia abajo, o de abajo hacia los lados, como todos sabemos que ocurre en los mecanismos de administración de la ira que el neoliberalismo permite.


Es por esto que se juzga a Franco por lo que logra decir, no por lo que intenta. Su fracaso se mide por el abismo entre lo que quiso decir y lo que dijo. La interpretación que le ha dado el público es señal de este abismo. Yo me suscribo a esta interpretación. Nuevo Orden es el síntoma de la hipersensibilidad blanca en un mundo al borde del colapso. Proviene, incluso, de una ingenuidad que da expresión a un sentimiento entremezclado de terror y culpa. De esto sólo puede gestarse un odio o un desprecio, no una contemplación. Al retratar tan fidedignamente este miedo irracional (pero no injustificado) de las clases altas en el mundo contemporáneo, aunque no caiga en ninguna apología de dicho miedo o en un clasismo explícito, Franco ha logrado articular cinematográficamente el estado mental que se prepara para criminalizar la protesta social. Ha retratado fielmente una fobia que se inventa monstruos donde sólo hay víctimas. En esto consiste, pues, su aura conservadora que todos percibimos.


Que Nuevo Orden no sea una buena película parece entonces una simple desventura. Lo realmente trágico sería si contribuyera en la preparación cultural en curso para criminalizar la protesta social a gran escala. Después de todo, si no se dibuja una distinción entre manchar las paredes de pintura y mancharlas de sangre, esto es lo que pasa. El miedo al otro pronto se transforma en odio al otro. Quienes vean esta película sólo pueden salir de la sala de cine más polarizados que antes, ya sea sintiendo la urgencia de prevenir que los próximos movimientos sociales se salgan de control (apelando al uso de la fuerza pública todavía bajo control de la “civilidad” blanca), o sintiendo una profunda molestia por la pobre representación que se hace de los sectores que luchan como pueden por una sociedad justa. En el mejor de los casos, uno sentiría algo así como una pena por la poca responsabilidad política de su autor. Esto es lo que, al menos, yo siento.



A diferencia de lo que pretende Charlie Brooker en cada capítulo de Black Mirror, quisiera hacer una pregunta sin el afán de sonar filosófico: ¿Qué es Black Mirror: Bandersnatch? ¿Es acaso una película o un videojuego? Sólo es cuestión de poner atención a su contenido temático, así como a su medio interactivo, para que nos quede claro que los productores de Netflix se esmeraron en construir Bandersnatch como un híbrido que se ubicara justo en medio de ambas plataformas. Pero también hay qué notar que esto sólo se logró a costa de imponer sobre Charlie Brooker una gran presión laboral, una que lo desquició, y que lo orilló a hacer lo que todo guionista o director hace en sus circunstancias: plasmó su propia frustración durante la creación de la obra que Netflix le encargó bajo un deadline estricto —en esto nos recuerda a Barton Fink pero sin grandiosidad alguna—. Es así que Bandersnatch terminó tratándose de Stefan, un joven programador de videojuegos que es sometido a una intensa presión laboral durante la creación del videojuego que Tuckersoft le encargó bajo un deadline estricto. Curioso que se crea que la profundidad meta-referencial de Bandersnatch resida en otra cosa que en el patológico proceso de crear Bandersnatch para Netflix. Toda ruminación conceptual y estética en torno a nuestra supuesta falta de libertad personal, es tan solo un síntoma de la patología de Charlie Brooker, y no de un serio tratamiento filosófico sobre el tema. El que todas las puertas temáticas de Bandersnatch giren en torno a dicha ruminación sólo revela una depuración del producto televisivo, no una meditación cuidadosa. Bandersnatch se limita a pintar de sangre el tema principal en lugar de hacernos sangrar a los espectadores debido a él. Es por eso que los pomposos esfuerzos intelectuales que quisieron emular a los de Phillip K. Dick —influencia que se hace transparente cuando se revela un poster de UBIK durante el viaje de ácido de Stefan— jamás despegaron como hubiera querido el creador de Black Mirror. El problema fue ni su inspiración ni su malestar provinieron de una auténtica preocupación filosófica y universal, sino de algo bastante personal y ordinario, algo más cercano al día a día de la industria televisiva que a la metafísica de la libertad humana (como se pretendió hasta el cansancio). Sólo es cuestión de ver el resultado, uno que apantalla y entretiene más por su superficialidad que por su profundidad. ¿Tenemos aquí una película o un videojuego? Bandersnatch no logra el mismo grado de inmersión que sí logra una buena película o un buen videojuego, así que tenemos aquí un punto intermedio menos virtuoso qué señalar. Lo que hace original a Bandersnatch es precisamente lo que no lo hace un buen producto. Pero Charlie Brooker ya lo vaticinaba en cada línea temporal descrita en la película: en casi todos los casos, la crítica no elogiaba a Bandersnatch. Otra profecía cumplida al más puro estilo de Black Mirror.


Bird Box no es una película que dé mucho — ni siquiera algo — de qué hablar, así que lo sigue a continuación será un tanto decepcionante, aunque no más decepcionante que la propia Bird Box. (Miento; lo anterior fue sólo algo divertido de escribir.) Bird Box no es decepcionante por el simple hecho de que, para que algo lo sea, ese algo tiene que iniciar en un punto álgido, prometedor. Bird Box, en cambio, comienza un poco más que mediana, y así termina también. Son buenísimos los mil y un memes de la Malorie vendada (Sandra Bullock) porque reducen perfectamente el "tema" de la película, porque transparentan aquello que los productores y guionistas quisieron ocultar con artilugios cinematográficos. Que estemos en un mundo en el que no podamos mirar nada a nuestro alrededor so pena de caer en un delirio suicida, eso no puede ser tema de nada. Uno entiende que la supervivencia sea un bien en sí mismo, y que, como en Gravity, se puedan hacer girar todas las puertas narrativas en torno a ese valor. Pero en Bird Box tenemos un desequilibrio temático tal que nos hace sospechar de las motivaciones profundas del guionista (Eric Heisserer). De ratos pareciera que lo que lo impulsó a seguir escribiendo fue el mero propósito de explotar la idea central en el escenario tecnológico actual: "¿Qué pasaría si pongo a mis personajes enceguecidos en una camioneta con GPS? ¿O qué pasaría si uno de ellos se atreviera a mirar a través de cámaras de seguridad? Sería bastante original, ¿no es cierto?". Lo que es cierto es que no hay nada original en Bird Box. Se trata de una película que podemos ubicar tranquilamente entre The Happening —la peor película de M. Night Shyamalan— y A Quiet Place —la peor película adorada por todos los críticos gringos que detestan que comamos palomitas o nachos durante el ritual fílmico—. Bird Box no es sino un remedo de ambas películas, y esto en sus aspectos temáticos, estilísticos y narrativos. No exagero cuando digo que casi todos los clichés del género de supervivencia post-apocalíptica se regodean en sí mismos en esta película, y lo peor es que lo hacen escondidos tras un velo de grandiosidad cinematográfica y talento actoral que es, desde luego, innegable. (Es un hecho que Sandra Bullock mejora actoralmente con el pasar de sus cirugías, como un delicioso vino genéticamente diseñado. Y lo mismo podemos decir de John Malkovich, pero con arrugas.) Por último, aunque no por ello menos importante, ¿qué mierda se supone que eran los demonios? ¿Qué querían los creadores de Bird Box que pensáramos? ¿Son una metáfora de nuestra depresión generacional? ¿Son acaso la ansiedad en masa que padecemos en la actualidad? De ser el caso, Train to Busan lo expresa mejor. No vean Bird Box. O, si lo hacen, pónganse una venda en los ojos para que no acaben tirándose por la ventana. O véanla sin esperar demasiado. Es sólo otra película que no está a la altura de su pretensión, nada más.

© 2015 by Cinéfiloenojado

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