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Todos los días vemos muertos en vida, y si no los reconocemos es porque seguramente ya hemos muerto también nosotros. Vivir muerto es lo de hoy; es lo que está a la moda. (Dato curioso: 'à la mode' es una expresión francesa; pero, aunque algunos grandes franceses del siglo XX conocieron mejor que nadie el sentimiento de haber muerto en vida, no podemos hablar de una epidemia francesa de dicho sentimiento.) Si bien es cierto que casi todos los países de Occidente han sido — y en cierta medida aún son — atravesados por este sentimiento mortífero de masas, en la actualidad cabe destacar el caso de la epidemia específicamente surcoreana. Corea del Sur hospitalizó a medio millón de sus ciudadanos por casos de depresión clínica durante el 2014, y se halla en el segundo lugar a nivel mundial en tasa de suicidio — primer lugar si consideramos sólo a los países "desarrollados" (quiero decir, hiper-industrializados) —. Y así como han habido pandemias víricas de todo tipo alrededor del mundo y a lo largo de la historia, lo que ahora está minando la salud de nuestras sociedades es, como bien dijera el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, una violencia neuronal que zombifica rápidamente a todo el mundo.

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Con esto en mente, quisiera a continuación leer a Train to Busan como una metáfora de esta epidemia surcoreana, y así poner de relieve su actualidad e importancia — una que va más allá de que se sienta novedosa o de que innove en algún aspecto del género de terror —. Train to Busan difícilmente es una película de terror, y esto a crédito suyo: el terror está allá afuera en la realidad surcoreana, no en la película. Más específicamente, el terror se halla en las consecuencias individuales de lo que hemos llegado a considerar valioso debido al desarrollo de nuestras sociedades hiper-productivas: la auto-realización laboral a costa de todo y de todos. Este es, sin duda, un problema psíquico, pero también político; pero no en el sentido de que nuestras sociedades actuales se hallen dividas en clases sociales. De hecho, hay quienes han entendido a Train to Busan como un comentario sobre la lucha de clases, sobre los malestares sociales que emergen del eterno conflicto entre los ricos y pobres. Creo que la película es crítica en un sentido todavía más hondo. Train to Busan nos muestra cómo la sociedad se divide, no tanto en tipos sociales-económicos, sino en tipos psíquicos-morales: por un lado, están los ciudadanos que se han tragado el cuento de que el éxito personal los conducirá a una vida plena y feliz, y por ello valoran la auto-explotación que supuestamente conduce a un bienestar integral; por otro lado, están quienes persiguen el éxito comunitario, la colaboración, y por ello valoran el contacto humano. El tema no es, pues, la brecha entre ricos y pobres — no hay enemistad (aunque tampoco amistad) propiamente dicha en esta película —, sino la brecha entre el individualismo ensimismado del trabajador contemporáneo y la misma vida, la cual no puede darse en el aislamiento al que la hiper-productividad nos somete.

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Muy correctamente,Train to Busan comienza con el aceleramiento laboral: un trabajador neurótico que conduce a toda prisa es detenido momentáneamente por un retén. El conductor pregunta indignado si será castigado, si se llevarán el fruto de su trabajo como ocurría en tiempos pasados. No ocurre nada de eso, sino que sólo es dejado libre en un nuevo mundo en el que el terror ya no radica en la disciplina. (Ser disciplinado es cosa del pasado, de la jungla del mundo tardomoderno.) En el ambiente contemporáneo pulula una enfermedad que no es vírica — notemos que jamás se precisa la naturaleza de la enfermedad en la película —, pero que zombifica a toda vida que se cruza con la especie humana (o que es atropellado por ella). Este es el escenario en el que inicia la película. El protagonista es un hombre de negocios, un típico emprendedor auto-suficiente y egoísta. Como cualquier mono superior de esta jungla tardomoderna, trata a sus subordinados con un desprecio ejemplar: es la personificación del menosprecio banal, de la humillación consentida convertida en norma laboral. Pero, cuando sale de trabajo, una llamada de su ex-pareja le recuerda que tiene una obligación con alguien más: debe visitar a su hija en su cumpleaños. Así pues, este individualista que piensa que el éxito se haya en las posesiones materiales, y cuya forma de vida lo ha alejado de su familia, llega a la casa de su madre con un regalo para su hija...., pero, ya demasiado tarde, su hija le muestra que le dio el mismo regalo en su cumpleaños pasado. Nuestro protagonista le pregunta qué es lo quiere, como si estuviera en su poder darle cualquier cosa. Ella le responde que sólo quiere ir a Busan a ver a su madre.


Luego de una conversación con su madre, el protagonista acepta a regañadientes hacer el viaje a Busan con su hija. Ambos están ya en sus asientos del KTX (Korean Trail Express), el padre ocupado en el teléfono como de costumbre y su hija contemplando la estación a través de la ventana. Allá afuera, vemos que de pronto un hombre se lanza violentamente sobre otro. La acción zombie está por comenzar. Sin que nadie se dé cuenta, una joven infectada ingresa por un acceso no vigilado, y en cuestión de pocos minutos la epidemia se propaga por todos los vagones del KTX en movimiento. Sucede así porque los zombies de Train to Busan son rápidos: están acelerados, y esto es justamente lo que los hace estar muertos en vida. Pero, pese a la hiperactividad zombie, nuestro protagonista alcanza a percatarse del problema justo a tiempo, aunque no lo suficiente como para no enfrentarse a un dilema: una pareja se halla del otro lado, y la única opción para salvarse es que el protagonista les abra la compuerta hacia su vagón. ¿Lo hará? Al fondo, el jefe de los empleados del KTX le ordena que no les abra por ningún motivo, y como él comparte su visión del mundo, decide por un momento dejarlos allí. El hombre de la pareja se gana algo de tiempo golpeando zombies, hasta que la hija del protagonista lo convence de que abran la puerta. Si se salvan es sólo por la niña, quien a lo largo de la película representa el tipo moral superior, aquel que no zombifica ni se zombifica. De aquí en adelante la película se dirige hacia lo peor, y siempre debido a lo mismo. La manera en que respondemos a los tiempos es siempre conforme a los tiempos. Nuestra forma de contrarrestar lo que nos hace infelices es precisamente lo que nos hace infelices. Y usualmente lo que hacemos para salvar nuestra vida es lo que la destruye. Por eso olvidarse de los otros y encerrarse en uno mismo es lo que masifica el sentimiento de estar muerto en vida. Eso es lo que zombifica a nuestras sociedades, así como al KTX de Train to Busan.


Train to Busan funciona como un cuento oriental cuya fuerza moralizante emana de las narrativas cinematográficas y conflictos psíquicos actuales. Es el retrato de la pura violencia del sujeto vuelto hacia sí mismo, razón por la cual va mostrando que sólo podemos salir de esa violencia mediante la cooperación activa, y esto no en un sentido superficial, sino uno tan profundo como el diálogo y los momentos cúspides de la película pueden revelar. No exagero cuando digo que Train to Busan es la película de zombies con mayor responsabilidad psíquico-social ante los problemas reales que nos acosan, tales como la fragmentación de la sociedad, el ensimismamiento de los nuevos sujetos trabajadores, el fin de la familia y de la comunidad. Quien busque terror en la pantalla, no lo encontrará aquí. Lo que sí encontrará, en cambio, será una fuerte y sensible película que nos muestra lo que somos, así como lo que podemos evitar ser, y esto en el mundo real, no en ninguna fantasía. Los zombies no cantan, sólo trabajan, y corren, y se multiplican por lo mismo, siempre por lo mismo.


La fuente de la comedia — de la buena comedia — siempre ha sido el absurdo. Nada nos da más risa que cuando vemos a alguien hacer algo esperando cierto resultado, y las cosas le salen de la manera contraria, o cuando se hace algo claramente indebido, tan indebido que es a todas luces cómico. La caída de alguna personalidad respetable (Juan Gabriel); un sujeto frente a una multitud confesando sus hábitos masturbatorios (Louis C. K.); yo escribiendo tales nombres juntos en el mismo párrafo. Son cosas que no deberían de pasar, y eso es lo que nos da risa. ¿Y qué de un caballo antropomórfico estrella de Hollywood que no logra ser feliz a pesar de todo su éxito y su dinero? Si esto podría parecernos más drama que comedia, es porque, de hecho, ambas formas teatrales tienen su base en el absurdo. (La maestría radica en saber cuándo lo inesperado debe producirnos tristeza, y cuándo producirnos risa.) El creador de Bojack Horseman sabe perfectamente estas cosas, y es por eso que ha conseguido crear una de las más balanceadas series animadas de televisión de los tiempos recientes, una que camina perfectamente en la delgada linea entre el drama y la comedia.


Bojack Horseman merece un lugar especial en el corazón de este cinéfilo enojado, pues, pese a que se trata de una serie animada de TV, resume en muchos sentidos lo que se quiere hacer aquí: criticar crudamente la cultura, sin sobriedades. En el caso de Bojack Horseman, el objeto de la crítica es la cultura de la celebridad, o el universo (interior) de las estrellas de Hollywood en toda su asquerosa plenitud. Pero como hablamos de realidades, Bojack Horseman también trata de sacar de las profundidades lo que no sólo Hollywood sino toda la sociedad ha querido ocultarnos: la condición fundamentalmente humillada de ser humano, la soledad infinita de ese 'yo' que sólo uno llega a conocer, la culpabilidad irremediable de lo que hacemos una y otra vez a pesar de que conocemos los lugares sombríos a los que tales acciones nos conducen.


Bojack Horseman es una celebridad de televisión que ha pasado de moda, y que cree que podrá recuperar la adoración del público si escribe un libro autobiográfico en el cual retrate al "verdadero" Bojack. El problema es que el verdadero Bojack es una mierda, y lo que él cree que es el "verdadero" Bojack no es sino una idealización de su propia persona. Justo al fondo, sin embargo, palpita el pasado que nuestro protagonista ha intentado borrar para poder vivir consigo mismo. Pero Bojack no puede escapar de sí mismo, y eso se lo hace entender su amiga Diane Nguyen, una especie de 'Daria-oriental' que se gana la vida sumergida en el anonimato, escribiendo libros para celebridades (lo cual, no se confundan, tampoco le trae felicidad alguna). La serie animada trata básicamente de la travesía de un hombre descubriendo poco a poco su Sombra, haciendo las paces con ella, al mismo tiempo que renegando de ella en cada ocasión. ¿Y qué es vivir sino exactamente ese proceso doloroso? (Un psicoanalista podría aquí patearme en los huevos.) Como todo buen personaje, Bojack Horseman es la imagen universal del ser humano en toda su miseria, en toda su tristeza, en toda su culpabilidad, y eso sin que deje de ser groseramente cómico.


De todas las comparaciones exageradas que he oído acerca de Interstellar de Cristopher Nolan, la que más me gusta es la que la pone al lado de la bomba atómica: científicamente correcta pero desastrosa. Comparación exagerada, sí, pero con un delicado atino, si se mira a detalle lo que la película quiere significar, así como el tratamiento técnico que hace Nolan para su propósito. La pregunta que quisiera hacer a los creadores de Insterstellar es, pues, la siguiente: ¿qué tan irresponsable se tiene que ser para hacer una película como esta? Y no digo nada más que sea irresponsable con nosotros, los buenos espectadores que damos nuestro dinero a los monopolios del cine — donde los haya —, a cambio de que Nolan finalmente nos sorprenda con su tan perseguido mindfuck. Incluyo también aquí a todo su ejército de camaristas, guionistas, maquillistas, asesores científicos y sirve-tragos que se emplearon para llevar a la gran pantalla una película tan prodigiosamente cara, sólo para dejarnos con un significado tan insípido, tan quemado, tan vacío, tan barato, como lo es el de el amor atraviesa todas las dimensiones (literalmente). ¿Es necesario tanto esfuerzo para afirmar algo tan irrelevante?


¿O es que todo se trata de poner pretextos para imponernos imágenes visionarias cuidadosamente diseñadas por un grupo de programadores y astrofísicos que son especialistas en todo menos en cine — hecho que no importa pues todo se trata de la verosimilitud y grandiosidad de las imágenes —? Creo que eso debe ser, porque Nolan decide poner a la historia en función de los efectos especiales, y no a la inversa. En lugar de hablarnos naturalmente con imágenes deleitosas, usa imágenes deleitosas donde poner a hablar antinaturalmente a sus personajes. Y apúntese que este asunto de la imagen es delicado en el cine. Edgar Morin había escrito que lo más importante en la imagen fílmica no era tanto que fuera una primera impresión, algo nuevo por verse, sino que consistiera en una revivificación de las experiencias humanas. Por su parte, un artículo de WIRED elogia el hecho de que las imágenes del agujero negro en Interstellar fueron simulaciones de densas ecuaciones extraídas de la moderna matemática relativista, de modo que el agujero negro de la película es lo más parecido a lo que sería un agujero negro “real"... Pero, ante tales comentarios, uno sólo puede preguntarse: ¿qué mierda está pasando? ¿Ahora la ciencia tiene autoridad en el séptimo arte? ¿No podemos hablar de cine en términos de cine? Si consideramos con Morin que lo valioso en una imagen fílmica tiene que ver con su capacidad de evocar un mundo propio que se había olvidado, y no mostrar un mundo por completo desconocido a nuestros ordinarios ojos, entonces debemos criticar a Interstellar por ser demasiado correcta, incluso fetichista, en su afán de justificarse científicamente. En el cine sólo podemos hablar de correcto en términos fílmicos; y la única verdad que nos debe de importar es la de la historia que se está contando. No tiene caso, pues, alabar a Interstellar por ser científicamente correcta — Neil deGrasse Tyson no tiene cabida en estas discusiones, por más que así lo desee —.


Por el lado de lo narrativo, Interstellar es una completa aberración. Cuando las reglas del mundo ficticio se establecen por medio de densos diálogos en lugar de que sea por medio de situaciones naturales, se corre el riesgo de tener una película sobrecargada con escenas explicativas que, en última instancia, no dejan de ser muletillas, situaciones atípicas de la trama que, por la misma naturaleza del medio, caen en clichés poco convincentes — y nada convenientes — para la historia. Es aquí donde conviene ser correcto, no en la puta ciencia. Esto no significa, desde luego, que no haya historia en Interstellar. Sí la hay, e incluso el guión funciona como un cuento que termina donde comenzó, intentando proveernos de un sucedáneo de sentido y de clímax. Por otro lado, Interstellar carece de un adecuado diseño de los personajes a través de las situaciones y los conflictos, y en este sentido es tan superficial como puede serlo. Por eso todos sus personajes están muertos, sin importar si han sido destrozados por fuerzas de la naturaleza del espacio-tiempo, o no. (Otra pregunta: ¿qué tan irresponsable se tiene que ser para truncar todo el ímpetu de MacConaughey en su mejor año?).


Interstellar es una de esas películas que a primera vista pueden parecer excitantes, pero que a los pocos minutos cae en aceleración constante hasta el punto en que lo único que quieres es salir corriendo a tu computadora y escribir toda la mierda posible contra ella. (Y acerca de su club de fans sólo tengo una pequeña cosa qué decir: son el reflejo de una sociedad que idolatra los valores científicos por encima de otros. Esto no le ha hecho ni le hará ningún bien a la humanidad, así como no lo hizo con Interstellar.)

© 2015 by Cinéfiloenojado

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